Juan- Todavía está mojado pero
vamos, pasa. Cuidado no te resbales. Oye, sí que estáis tardando hoy con la
clase de interpretación, ¿no?
-Bastante. Alekséyev
está un poco cabreado con nosotros porque no nos sale bien la escena. Es un
profesor muy exigente y el papel no es nada fácil: se supone que unos
guerrilleros de no sé qué país africano se cargan a machetazos a un pobre
hombre que pasaba por allí. Nosotros tenemos que interpretar al periodista
testigo de todo. Por lo visto es un hecho real grabado por cámaras y todo. Si
quieres puedes entrar en la clase, que el profe va a interpretar la escena él
mismo.
Un joven de camisa blanca empieza
a ennegrecer su humilde vestimenta con manchas de su propia sangre. Otros
jóvenes no tan humildes lo persiguen desde el final de una calle desolada.
Tienen armas de fuego, pero se divierten más con los machetes. Sus golpes no
son nada cinematográficos: no hay salpicaduras violentas de sangre y el sonido
sordo de los tajos son tapados por el griterío continuo de aquella escombrera
gigante. Mientras, las costillas cuelgan entre los músculos al ritmo de una
huida imposible.
La camisa toma
el color del abismo mientras la negra piel brilla al sol con más vida de la que
contiene. Ellos se marchan tristes mientras una masacre se contiene en una sola
persona. No están muy satisfechos porque sus primitivos instintos, muy sobreestimulados
desde que empezó todo (desde siempre) no han sido acallados con suficiente
espectacularidad o riesgo. Pero como mero entretenimiento no está mal.
Al final de la
calle, donde estaría la meta, un coche graba la escena con un zoom maravilloso
y con un eficaz micrófono direccional. Mientras, un periodista deja por fin de
pensar en qué titular le pondría a aquella escena: Choque violento entre la materia del universo concentrado en un espacio
corrupto de entropía visceral. Pero el periodista empieza a sentir cosas.
Tras unos instantes de transformación mental, se acerca al casi cadáver que,
aunque está casi inerte, se le oye temblar incluso con los oídos tapados. El
blanco sostiene la cabeza del enrojecido y tras varios segundos de demoledor contacto
visual, la víctima del mundo expira.
Quieto como un
cristo de sepultura, apura el trascendental momento antes de que los hijos de
la gran puta vuelvan para seguir divirtiéndose con la muerte. El periodista
vuele al coche/cascarón de huevo no muy rápido y se sienta como un gigante
sobre una ciudad. Atascado por una realidad inconcebible, comienza a narrar lo
que ha visto, pero lo hace sin ojos, ni oído, ni olfato. Él ahora es solo
relato:
“Acabo de ver,
en esos ojos, nada menos que el Horror. No es como en las películas de
Hollywood. No. Es… ¡Había tanta oscuridad en sus ojos! Decía con ellos que
conocía La Verdad, que en ese preciso instante acababa de darse cuenta de Todo.
Y Todo era nada. Sabía, con toda la certeza que nadie vivo puede imaginar, que
iba a morir en ese momento de dolor inaguantable y soledad cruel. No había ni
un ápice de esperanza en esos ojos. Todo estaba perdido. Todo. El saber de tu
final trágico, sin un deux machina que te salve, sin un desmayo y un despertar
en el hospital. El Horror es que fulminen en tus carnes toda la esperanza,
todos los sueños, toda la incertidumbre que tapa la oscuridad venidera. Nada
queda de la realidad que percibimos. Todo es dolor, solo dolor: dolor infinito.
Y cuando eres consciente de que es infinito, la cabeza se marchita en un
suspiro y te vuelves loco de repente. El ser más atormentado del mundo.”
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