Pelo grasiento y barba de un mes, un individuo cuasinerte clavado horas
y horas bajo las palmeras de plástico, con un mar fijado en los ojos y arena
sobre piel blancucha. Espera, desde la orilla asolada por las rocas, a que la
sirena (una cualquiera) aparezca como una chica Bond en la playa y le atraviese
con todos esos besos que se ha estado perdiendo durante estos días y siglos de
paciencia infinita.
Sabe que no pasará. O más bien, no imagina, no llega a concebir que por
fin su fantasía, sencilla para muchos otros mortales, se llegue a manifestar en
sus carnes, castigadas ahora por el salitre y la roña de la tierra. Sin
embargo, espera. No hace otra cosa.
Durante mucho tiempo se convenció de que no existían las sirenas, que a
esas solo se las tiraban los tritones y los chulopesados de discoteca. Pero
tras muchos testimonios de seres normales decidió esperar como una estatua en la
playa más cercana, una pedregosa sin turistas que no arruinara el dichoso
momento si se llegara a producir. Hasta hoy, el sol ha secado su piel y sus
labios y la arena se ha colado en todos sus poros; la sal también lo mantiene
fijado en la postura de la esfinge muda, esperando que una sirena (la que sea)
rompa el opresor maleficio.
Aparte del vaivén de las olas,
la erosión del viento, el fraguar del sol y la picadura de algún que otro bicho
taladrante, allí no pasa nada más. Nada. Nada…
Como soy un porculero, te digo: paciencia.
ResponderEliminarLa paciencia es uno de los males de esta época. La moda ahora es pasar de todo y no esperar que pase nada.
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