martes, 30 de octubre de 2012

La Tragedia de Salia


Salia era princesa de Salamina, maldita desde su nacimiento por capricho de los dioses. Cada vez que sentía que iba a acontecer  un momento grandioso para su vida, su hermoso cuerpo se llenaba de duro pelo y no podía articular una sola palabra. De esta forma, cada vez que preveía un hecho favorable, debía marcharse y dejar que esa dicha se escapase entre sollozos.

Un día descubrió que si el acontecimiento grandioso ocurría de pura sorpresa, los dioses no se daban cuenta o,  quizá, le permitían misericordiosos disfrutar de un excepcional momento de felicidad. Sin embargo, esta revelación le llevó a vivir de una forma alocada e irreflexiva, a fin de toparse con más gratas sorpresas antes de que su mente divagara. Así, Salia estuvo a punto de morir tras varias agresiones, ya que el mundo de los mortales no estaba hecho para que alguien como ella viviese de la temeridad.

Tuvo que mal envejecer la princesa Salia, incapaz de encontrar esposo y rey, resignándose a ver marchar grandes momentos que nunca sucedieron, recordando en la imaginación lo que pudo haber sido y muriendo despacio por lo que nunca ocurrirá.

.

lunes, 8 de octubre de 2012

Dejarse enterrar



Otra pesadilla.

Cada persona habita un enorme reloj de arena. Vivimos en la estancia de abajo y no podemos ver  qué va a caer de arriba hasta el momento que golpea nuestras cabezas. Lo que más baja era una arena grisácea y casi trasparente, no muy suave y pegajosa. Pero a veces caen objetos curiosos. Cristales rotos, bolas de hierro, pinchos, basura… En algunas ocasiones, descendían despacio pétalos de diferentes flores, suaves plumas de aves preciosas, velitas perfumadas e incluso objetos personales de mujer.

Desde mi habitáculo veo algunos desgraciados con su reloj lleno de basura afilada, peste y malos recuerdos. Sin embargo,  son trastos voluminosos que se pueden  amontonar a un lado y disfrutar  así de cierto espacio libre para respirar. Otros, los más afortunados, se tumban sobre un lecho de buena suerte, de perfume de ambrosía y tactos de algodón. Todo lo demás, lo negro y lo gris, quedaba cubierto de esa capa de delicia y color.

En mi reloj de arena,  es arena lo que abunda. Lo normal, lo corriente. Arena grisácea y casi trasparente que inunda unas tres cuartas de altura, el récor de mi vecindario. Hay mucha mierda enterrada, también algunos tesoros, flores -ya marchitas-  y recuerdos hermosos. Pero entre tanta piedrecilla estéril, encuentro difícil rescatar algo. Me da la sensación de que cae más arena cuanta más hay, que es un material casi magnético, que se atrae de forma natural. Bueno, no sé, esto solo es un sueño. Lo único que tengo claro es que mi habitación de cristal se infla de anti-aire y yo, por momentos, dispongo de menos espacio, de menos libertad.

Qué agobio. Estoy medio enterrado y la arena pesa más de lo que creía. No puedo moverme, ni tampoco bailar. ¿Qué es esto? Un pañuelo de un tejido suave y trasparente cubre por un momento mi rostro. Qué bien huele. Estoy tan absorto con este perfume de olor sagrado, que no siento angustia ni dolor. Me pincho con algo, pero no lo he notado hasta ahora, que la seda se ha desprendido y el gris se la ha tragado.

Otra pesadilla. Aunque esta es de las piadosas. A ver si por la mañana me acuerdo de empezar a limpiarme la arena.