domingo, 19 de agosto de 2012

McChylle


McChylle fue en vida un niño curioso y risueño, pero a la vez alejado de los otros niños y de los verdaderos misterios del mundo.  Tras un tragicómico accidente, se convirtió en un ectoplasma curioso y risueño, al que le designaron un castillo unas millas más al sur. Allí vivía con otros fantasmas y con algunos vivos excéntricos que apenas se inmutaban ante las ocasionales manifestaciones del más allá.

A diferencia del mundo de los vivos, donde el cuerpo humano crece por su cuenta y es la mente la que tiene que desarrollarse por su bien a marchas forzadas, en esta otra dimensión es la personalidad la que cambia por su propio ímpetu, mientras el cuerpo espectral se ve trasformado a posteriori. Llegará un momento, cuando el fantasma sepa lo suficiente y tenga forma de anciano, que podrá desaparecer en un resplandor azulado. Nada más se sabe de ellos.

Sobre el aspecto, McChylle pensaba al principio que tendría aspecto de joven preadolescente, ya que fue en esa época cuando murió. Pero los otros fantasmas le decían, ya que no se podían mirar en los espejos, que tenía el aspecto de un niño más pequeño. “Quizás eras un niñito mimado e inmaduro”, le decían. Y tenían razón. Su aspecto era el que le correspondía.

Pasaban los años y McChylle veía cómo todos los espíritus con los que vivían iban envejeciendo o incluso desaparecían en el resplandor azulado. Sin embargo, a él le decían que siempre era pequeño como el niño en que se comportaba. No es que fuera un inmaduro cabezota, que también, sino que mostraba un nulo interés por asuntos como visitar a los vivos, meterse en asuntos complejos o desarrollar sus poderes telequinésicos. Tenía costumbres infantiles, intereses poco ambiciosos y el objetivo de no perder bajo ningún concepto la inocencia, pese al trascurso del tiempo y de los problemas inevitables. Para él, la inocencia era una lente limpia y verdadera por la que ver el mundo. La forma más honorable de pasar por la vida y por la muerte.

Mucho infravalorado tiempo tuvo que esfumarse para McChylle se hartara de su espectral cuerpo de niño y, por ende, de su toda su persona. Se fue cansando del limitado mundo infantil y quiso interesarse por temas más adultos, sin éxito. Que ya no quisiera ser un crío no lo convertía en un adulto. Tras nuevos esfuerzos, su forma no cambiaba ni ápice. Bueno sí: ahora parecía un niño triste. Al parecer, debía darse cuenta él mismo de lo que necesitaba para avanzar, ya que los absurdos consejos de los demás fantasmas no surtían efecto.

Trascurrieron unos días de reflexión y desconcierto, hasta que el joven espectro tropezó con una mujer desnuda en los baños. Era una estúpida habitante del castillo por la que McChylle no había sentido el menor interés. Hasta ahora.

Aunque la mujer tenía un cuerpo fofo y descolgado, su rostro sí era bello y la frente, lo que más llamó la atención al poltergeist, no tenía ni la menor imperfección. Era una frente tan lisa y geométrica, que McChylle no pudo evitar tocarla. Sin embargo, quedó muy insatisfecho, más que nada por la tontería de habitar un cuerpo vaporoso y volátil sin sentido del tacto. Necesitaba palpar ese trocito de piel. Dejar una efímera marca de presencia que corrompiera esa carne de seda ordenada, al menos, durante una fracción de infravalorado tiempo.

Entonces le estalló en la mente la idea de dejar una huella no tan efímera mediante una acción indirecta. Con sus escasos poderes telequinéticos, movió el único objeto que podía: una resbaladiza pastilla de jabón. La desplazó lo justo para que la mujer la pisara y callera fuera de la bañera, golpeando su frente con la pila de mármol. Una brecha destruyó la perfección y comenzó a rezumar una sangre veloz que se mezclaba en su rostro con el sudor y el miedo.

McChylle no cabía en sí de gozo. La posible lástima que podía sentir por la mujer se vio eclipsada por la satisfacción de haber podido intervenir en el mundo de los vivos y de utilizar su poder para satisfacer sus nuevos intereses. Le pareció divertido. Tanto, que prosiguió la escabechina lanzando, contra ese cuerpo desnudo y temblón, todo tipo de frascos, ungüentos, polvos, cuchillas… Hasta que uno de los gritos de la mujer lo sacó de repente de su estado de sadismo. Al final paró, pero se marchó satisfecho.

-¡McChylle, has crecido!- gritó un espectro con el que se cruzó.

- Lo sé.

El aun joven fantasma avanzó a saltos por el gran pasillo del castillo, iluminado levemente por candelabros incandescentes. Por un lado, avanzaba nervioso por la emoción de su descubrimiento. Por otro, se sentía tranquilo por haber zanjado al fin tan enrevesado entuerto. Comenzaba a urdir nuevos planes de diversión cuando un lamento de su pasado lo frenó de repente en el largo pasaje.

“¿Será este el único camino posible para crecer? ¿No habrá otra salida, alejada de la crueldad?”

McChylle miró a su derecha donde había colocado, entre tantos cuadros de supuestos ilustres, un lustroso espejo de marfil. Miró a través de él y como siempre, no vio nada.

“Por fin encuentro un camino. No voy a darle más vueltas: avanzaré por estos instintos”. Y reanudó la marcha por el gran pasillo, aliviado, entre tenues luces y supuestos ilustres.