jueves, 30 de junio de 2011

*Bonus: La jungla

-Abrázame. –le rogó a Francis aquella mantis gigantesca.

No sabía muy bien cómo reaccionar, pues nunca se había topado con un insecto tan descomunal. Ni siquiera en el campo. Una farola cercana parpadeaba intranquila mientras Francis se preguntaba cómo actuar. Nadie le había enseñado qué hacer ante algo así y el sentido común no parecía ser útil en una situación tan poco común. Tampoco había nadie que le ayudara en aquella famosa calle, tan transitada a otras horas menos intempestivas.

-Abrázame, por favor. No te haré daño, te lo prometo. Me siento mal y necesito un poco de cariño desesperadamente. ¡Desesperadamente!

-Eres unos de esos insectos que atrapan a sus víctimas con los brazos y empiezan a comérselas vivas. ¿Crees que me puedo fiar de ti tan fácilmente?

- Sí, lo comprendo. Sientes miedo, pero el miedo es solo una barrera estúpida hacia tu libertad. ¿A que si tuviera un aspecto menos temible sí me abrazarías? Sé que tú también te sientes solo, que vives en un lugar caótico y tu única compañía es un pececito luchador de esos que pueden vivir en una pisada de buey. Sé que eres como yo. ¡Abrázame! Lo necesitamos.

Francis comenzó a dudar. Realmente le daba pena aquel ser, que perdía toda la fiereza con su voz suplicante. Era una locura y una notable temeridad pero, ¿acaso no llevaba tiempo sin recibir una muestra de cariño de nadie, solo de buitres? ¿Acaso no debía encontrar los pequeños momentos de felicidad en los lugares más estrambóticos, pues las situaciones “normales” estaban vedadas para él?

-Sigo sin confiarme. Ni siquiera sé qué es lo que comes.

-Al igual que vosotros, yo me alimento de otros hombres. Pero a ti no te haré nada.

La calle seguía en un silencio sólo interrumpido por el tintineo de aquella farola inquieta. Aquel ser monstruoso parecía más transparente que casi todas las personas que conocía Francis. Su mirada fría y estúpida no contenía maldad: era trasparente. Y una fuerza de la naturaleza como aquella no podía ser tan perversa.

Francis extendió los brazos y la mantis lo imitó. Se acercó hacia ella y se agarró a su frío y duro tronco. Se sentía como si abrazara a un árbol. La mantis colocó sus patas delanteras sobre los hombros del chico con mucho tiento, rodeándolos con dos filas de pinchos afilados que se posaban con suavidad sobre la carne. Francis iba perdiendo el miedo y apretó más el cuerpo del monstruo sobre su pecho, a la vez que notaba como aumentaba la presión sobre su espalda. No eran unos seres muy cálidos, pero Francis se sentía, por un momento, reconfortado.

Tras un minuto abrazados, ambos seguían en la misma postura y no se movían ni un ápice. De pronto la presión de Francis sobre los hombros se convirtió en un dolor punzante insoportable que le paralizó todo el cuerpo. Miró hacia la cabeza del bicho y vislumbró únicamente unas mandíbulas fragmentadas bailando con frenesí. Sentía la necesidad de preguntar el porqué, pero no podía hacer nada. Nada.

De pronto sonó un estallido y la cabeza del monstruo desapareció. No así sus fuerzas.

-¿Estás bien niño? Espera que te libere de esas zarpas.

Era una mujer mayor cuyo aspecto aparentaba ser aun más mayor. Llevaba una escopeta de doble cañón aún humeante amarrada a la cuerda del batín.

-Menos mal que te he estado observando desde mi ventana. Pasa dentro y te curaré eso.

El hogar de aquella señora era digno de ver: tenía un estilo retro pero parecía no estaba conseguido a posta, sino que su decoración era antigua de verdad. Sin embargo, tenía algunos chismes modernos que no convivían bien con tan dignas antiguallas y destrozaban por completo el entorno. En el salón, donde llevaban a cabo la tarea médica, se encontraba una niña sentada junto a un ordenador sin casaca y con cara de inopia. Apenas observó a Francis unos segundos antes de volver toda su atención a la pantalla. Era la viva imagen de la señora, con un batín aún más anticuado y un rostro que parecía envejecido.

-¡Niña, deja eso ya! ¡Las horas que son y tú jugando!- le lanzó la alpargata directa hacia la cara pero la niña la esquivó hábilmente.- ¡Voy a coger ese cacharro y lo voy a tirar a la basura! Perdona hijo, es que me tiene negra la niña esta. Mi hija trabaja veintitantas horas y su padre no existe, así que me la tengo que cargar yo.- Francis notaba verdadero desprecio en su voz.- Tus heridas no son muy graves, se cerrarán rápido. Supongo que te costará más superar tu estupidez. ¿Por qué te has abrazado a un bocho que mata abrazando?

-No me creerá, pero hablando con él no parecía en absoluto peligroso. Se lo juro. Creo que esa capacidad de poder hablar lo humanizó y lo convirtió un cazador mentiroso. Ya no tenía que esforzarse por camuflarse o por perseguir a nadie. Con parla se obtienen mejores resultados.

- Anda que tienes la cabeza bien. La naturaleza, hable o no hable, es muy peligrosa. Bonita sí, para poner una maceta en casa. Pero no vayas al bosque porque te perderás y te puedes morir de frío o caerte por ahí. Además, si te encuentras a alguien en plena naturaleza, reza para que sea buena persona. Se está mucho mejor entre un vecindario amable.

A pesar de su aparente vulgaridad, tenía un leve brillo de sabiduría en sus ojos. No parecía una persona con la que hablar de arte, pero sí de cómo cocinar una liebre o dónde comprar cada cosa en el barrio. Tras un rato de conversación Francis percibió que era una mujer pragmática, habitualmente sincera y con gustos comerciales aunque modernos. Sin embargo, daba la sensación de que no podría soportar una imagen de misterio mucho tiempo y que, una vez revelados sus conocimientos poco comunes, dejaría de ser una persona interesante. Mientras, la niña seguía embobada en el ordenador, pulsando los botones del ratón con una insana impaciencia. Parecía una mala copia de su abuela y esta, todo un ejemplo de persona normal.

Al salir de allí se dirigió, con algo de temor en el cuerpo, hacia su alejado apartamento. Un par de lobos y un mendigo ya daban buena cuenta del cadáver de la mantis. Por suerte, la farola que debía iluminarles se había apagado al fin, aunque se notaba como sus rostros estaban manchados de un horrible verde sangre. En el cielo, que se veía negrísimo por la contaminación lumínica más que por el color de la noche, no se atisbaba aún ninguna señal de amanecer. La única presencia que encontró fue una prostituta que se acercaba al chico con toda la intención. Él se apresuró a decirle que no antes de que pudiera agarrarlo y ella, pacífica, dio media vuelta. Llevaba un cuchillo de caza envainado bien visible en la cintura y su ropa, verde chillona, le recordó a Francis el altercado con el monstruo. Un árbol caído, unos cristales y un charco de sangre unos metros más allá rememoraban el gran accidente de esa tarde frente a su casa. Todo por ir como loco.

Finalmente, tras una larga caminata por la ciudad, llegó a su portal. Sacó el llavero prestado de la comunidad y usó las cinco llaves antes de poder entrar en casa (hasta el ascensor tenía la suya). A medida que encendía luces, el desorden se hacía más presente en el ánimo de Francis: libros amontonados, ropa, platos usados, polvo… Se fue directo hacia la pecera a ver su agonizante pez luchador hinchado por el abdomen. Cuánta pena sentía él por cada pez que se le moría, mucho más que por las horribles desgracias que salían en la tele. Decidió irse a la cama sin lavarse los dientes ni mirarse las heridas, pero al apagar la última luz del salón vio una lucecita en el contestador. Algo que había dejado de ser insólito en los últimos días: un mensaje.

“Hola Francis, el otro día te vi en la tele y me acordé de ti. Me acordé de esos buenos momentos que derrochábamos juntos y de todo lo que has supuesto en mi vida. Creerás que te llamo para buitrearte, supongo que como muchos últimamente. Pero solo quería saber de ti. A veces pienso que tras todo lo que trastoqué tu vida, aun no me habrás perdonado el dejarte de aquella manera. También pienso que quizá, no lo sé, cometí un grandísimo error. ¿Qué crees tú? ¿Me llamarás mañana o cuando puedas para charlar? Un beso, amor. Sabes que te quiero. Ciao.”

Al oír esto, Francis se sentó en un sillón, aplastando los papeles que quedaron debajo. Las luces estaban apagadas y fuera, la noche permanecía intacta. Entre aquel caos artificial pasó un rato pensando cómo contestar. Finalmente la llamó, sabiendo que con su sueño profundo no se despertaría.

“Hola, vida mía. Ahora mismo acabo de escuchar tu mensaje. No te imaginas que semana de locos llevo desde que por fin me hice famoso en mis alrededores. Tienes razón, he visto carroñeros por todos sitios, gente que de repente son mis amigos y mujeres a las que les parezco súbitamente atractivo. Sabes, quiero irme de aquí. Esto es una jungla. Bueno, ojalá lo fuese: solo lo es en el sentido metafórico. Pero no creo que me entiendas. Esta noche me ha pasado algo que me ha puesto en alerta cuando he escuchado tu mensaje. Adivino qué ocurrirá si me dejo llevar por esa parte de mí que sabes explotar tan bien. Sé que acabaré otra vez aislado, esta vez puede que definitivamente, y ya no me podré salvar de ninguna manera. Por eso os pido a todos un favor solamente: alejaos de mí.”

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